Nilufar Akhror, enfermera anestesista de Uzbekistán, y su esposo llegaron a Estados Unidos a través del programa denominado “lotería de la tarjeta verde”.
Ashish Jain, ejecutivo tecnológico indio, llegó con una visa de estudiante.
Gharzai Oryakhail, antiguo intérprete militar afgano, obtuvo una visa especial de inmigrante.
Akhror, Jain y Oryakhail emigraron a Estados Unidos en las dos últimas décadas, como parte de una creciente ola migratoria procedente del sur y centro de Asia.
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Akhror dice que Samarcanda, su ciudad natal, es famosa por el gran número de ganadores de la lotería de la tarjeta verde, y que sus calles están llenas de carteles y anuncios dirigidos a los perseguidores del sueño americano.
La suerte le llegó en 2003. Estaba terminando la universidad, sumida en la incertidumbre que rodea a muchos recién graduados. Un día volvió a casa y se encontró con algo poco habitual en aquella época, un paquete que había llegado por correo.
Dentro había una carta del Departamento de Estado de Estados Unidos informándole de que había ganado la lotería de la tarjeta de residencia, una de los 1.819 uzbekos afortunados ese año. Ella estalló de alegría.
“Estaba saltando de alegría”, recuerda. “Estaba muy contenta de irme a Estados Unidos”.
Pero encontró un obstáculo. Soltera y con 19 años, sus padres no le permitían emigrar sola.
Akhror no tuvo que recurrir a una vía ilegal. El día que ganó la lotería de la tarjeta verde, el padre de un pretendiente la visitó, sin saber que había ganado.
Su familia, dice Akhror, se guardó la noticia, decidida a esquivar pretendientes que iban “detrás de mi tarjeta verde y no de mí”.
Conoció a su futuro marido, Anwar, y le gustó. El matrimonio se celebró rápidamente, lo que permitió a la pareja trasladarse a Estados Unidos al año siguiente.
Anwar bromea diciendo que casarse con una ganadora de la tarjeta verde fue como si le tocara el gordo dos veces.
“Entonces no sabía que iba a venir a Estados Unidos con la tarjeta verde”, dice Anwar.
Pero la llegada a Estados Unidos no estuvo exenta de dificultades durante los dos primeros años. No tenían automóvil y vivían en un estrecho apartamento en Brooklyn, Nueva York. Incapaz de encontrar un empleo profesional, Anwar trabajó como jornalero para pagar las facturas. Hoy trabaja como desarrollador de software para un fondo de cobertura.
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